JOHN SILVER

Ocurrió a mediados de enero, en una noche de plenilunio. Todavía era temprano. Aún se veía el último manto de luz solar, cuando ya la luna hermosa, la luna bruñida, la luna de plata, se elevaba enorme por donde nacen los astros, tras los edificios de la ciudad.

 

Fue una nítida noche de luna llena, debo admitirlo, pero no para mí. Mis penas y frustraciones me perseguían y me atormentaban, me esperaban a donde iba y caminaban a mi lado haciéndome sentir un ser miserable a la vista de los demás.

 

Traté de huir, pero físicamente me fue imposible. Caminé varias cuadras al lado de tan incómoda compañía, hasta llegar al parque, donde me senté a tratar de pensar para liberarme de mis males y mis preocupaciones, ayudado por el néctar embriagante que compraba diariamente en una tienda del camino.

 

Me senté. Miré hacia el cielo, hacia la presumida luna, y del pico de la botella me tomé un buen trago. Esperaba tranquilizarme y encontrar la paz en aquel sereno lugar, ayudado por la brisa del incipiente verano y aquel precioso líquido que calentaba mi estómago y emancipaba mi mente.

 

A mi lado, mis preocupaciones se reían a carcajadas de mí. Ya me importaban poco y no le hice el menor caso a sus payasadas. Ahora, con mi mente liberada, podía hacerles frente y reír también con ellas.

 

El tiempo pasó, medido por el contenido de la botella que, como un reloj de arena, se vaciaba cada vez más. Cuando iba apenas un poco más abajo de la mitad el parque entero había sido invadido por mis inquietudes que ocupaban todas las bancas disponibles, enojando a los transeúntes que querían sentarse y no podían, por lo que me miraban con mala cara mientras seguían su camino murmurando, como si fuera mi culpa que el parque estuviera atiborrado. Pero ya nada me interesaba. Me reía de ellos igual que de mis molestias, que se reían a su vez todas de mí. Eran tantas haciendo barullo, y yo con ellas, que el parque temblaba y los árboles se movían de un lado a otro y la gente asustada no pasaba ya caminando.

 

Siguió fluyendo el tiempo hasta que el fino líquido llegó por fin a su final. Ya para entonces no podía ver más allá de unos metros. Tan sólo veía a quien compartía conmigo la banca, la preocupación más necia y grande de todas, la que más se reía y parecía que comandaba a todas las demás. Se puso seria, igual que yo, tomó la botella vacía en sus manos y la estrelló en mi cabeza. Lo último que recuerdo es el ruido de cien mil carcajadas que se apagaba en mi cabeza.

 

*****

 

Y desperté de pronto, sobresaltado y con miedo, en un lugar extraño, un hoyo en el concreto, tal vez una alcantarilla, tenuemente iluminada por una vela madura, cuya cera gastada cubría casi por completo la roca en que reposaba.

 

En las paredes, un mural complejo hacía ver aquel hueco como una amplia habitación, más bien un estudio lleno de libros, amueblado y decorado con sobriedad. En una esquina del mural, dibujados también, un caballete y una mesa pequeña sobre la que habían dejado desparramados algunos pinceles y frascos de pintura. Finamente dibujadas, dos ventas abiertas mostraban un paisaje fantástico, irreal pero creíble, de una gran meseta de piedra sobre la que había una ciudad majestuosa.

 

Me incorporé sobre el cartón en el que estaba tendido y me arrastré hacia la puerta dibujada en otro cartón hacia el final del agujero cuando una voz, desde mi espalda, me interpeló:

 

-Un momento, hombre desagradecido. ¿Te vas sin dar siquiera las gracias?

 

Me di la vuelta y lo vi por primera vez. Tendría como treinta y cinco años, barbudo y desaliñado, con ropas viejas, me miraba con ojos pequeños, inteligentes e inquisitivos.

 

-Te encontré hace dos noches tirado en el parque -me dijo-. Cuando llegué te habían golpeado en la cabeza con una botella y te iban a robar y tal vez a matar y quien sabe qué más. Te salve y por dos días te he cuidado. No espero nada a cambio de lo que te di, pero irte de esa manera no es propio de un hombre con educación.

 

Estaba sentado en un banco de madera a un metro de donde yo había estado acostado. Me senté y lo miré. Tenía razón. Me habían golpeado en la cabeza donde todavía había un chichón que me dolía. En mi mano aún estaba mi reloj, que aunque no era muy valioso, era mi reloj, y en el bolsillo de mi pantalón, mi billetera. Por lo visto no pudieron hacer más que darme el feo golpe en la cabeza. Le di las gracias y le pregunté dónde estaba y quién era.

 

-Obviamente estás en mi casa. Vivo aquí, apartado de la gente, exiliado del bullicio y la inmundicia humana, pero en medio de ella, en medio de la ciudad. Vivo como puedo y pinto para liberar de su prisión mis pensamientos y sentimientos y darlos a conocer y tratar de hacer algo bueno con ellos. Casi siempre pinto en las paredes, pinto la ciudad con mis opiniones. A veces pinto cuadros que le vendo a un tipo mediocre que dice ser pintor y haber estudiado en París. Me enteré que ha vendido algunos a su nombre, pero no me importa, porque no pinto para que me conozcan, y gracias a él puedo comprar los materiales y comer a veces y pintar más cuadros y más paredes. Mi nombre no importa, igual que no importa mi pasado ni por qué vivo aquí. Tan sólo el presente en el que vivo y siento y pinto para mostrar al animal hombre sus vicios y sus maldades y sus inmoralidades. Y pinto mi opinión para mostrar gráficamente aquellas cosas hermosas, pero sencillas, que debería buscar y lograr el ser humano pero que a veces olvida en su apurada carrera por el éxito propio, egoísta, o en su ciega búsqueda de lo que llama ideales y que no son más que fanatismos, producto de ansiedades y culpas de pobres hombres atormentados.

 

Lo miré perplejo. "Está loco", pensé. Hablaba de hombres atormentados mientras vivía exiliado en un hueco, bajo alguna calle de la ciudad. Hablaba de ideales fanáticos cuando él mismo pintaba como medio de lucha en una cruzada idealista en la que sólo él estaba.

 

Me mostró algunos bocetos de murales que pensaba hacer en diversos lugares y eran impresionantes. Los sacó de una caja detrás del caballete que pensé estaba pintado en la pared. Me habló de sus murales ya terminados, algunos de los cuales yo recordaba haber visto en diferentes lugares o en un reportaje de televisión sobre pintores y pinturas callejeras. Sí, en algunos había sentido exactamente las sensaciones que él decía haber querido expresar.

 

-No todos van dirigidos a las mismas personas. El que para ti significa algo fue hecho para ti. El que no era para ti, no te significará nada más que un cuadro cualquiera de un pintor cualquiera.

 

Siguió sacando dibujos hechos a lápiz sobre viejas hojas de papel, algunas usadas y rayadas por un lado, otras ajadas y amarillas por el paso del tiempo. También me mostró algunos lienzos terminados que pensaba vender al pintor mediocre, como él lo llamaba. Tanto los dibujos a lápiz como los lienzos al óleo estaban muy bien logrados y todos daban la impresión de algo grandioso, con vida, que hablaba y mostraba en imágenes estáticas la dinámica de una idea, el animado sentimiento que el autor quería entregar al espectador. Aunque mi formación no me hacía un experto en artes plásticas podía darme cuenta que estaba ante un verdadero, aunque desconocido, maestro de la pintura.

 

Finalmente me mostró el último de sus cuadros. Un hombre enorme, atormentado por miles de hormigas que le mordían los pies. El punto de vista bajo hacia ver a los insectos como monstruos horrorosos pero así mismo al hombre como un gigante de proporciones indescriptibles que cobardemente se miraba los pies y se reía con cara de idiota de las hormigas que comían de él. El fondo, sencillo y complejo a la vez, mostraba el oscuro cielo con una luna de plata, una luna bruñida, una luna hermosa de plenilunio. Hacia la mitad, a la derecha, un niño pequeño, muy pequeño, corría resuelto hacia donde el hombre con la evidente intención de acabar con su tormento.

 

De pronto comprendí con horror aquella escena. Volví a ver el rostro del gigante y vi que era mi rostro. Era yo el que se reía estúpidamente de mis mortificados pies en una noche de luna llena a mediados de enero.

 

*****

 

Y desperté de pronto, sobresaltado y con miedo, en un lugar extraño, de blancas paredes. Era un hospital donde estuve tres días inconsciente, tres días sin sentido, tres días intoxicado por el exceso de alcohol.

 

Según pude saber, me habían encontrado unos policías tendido en un parque con una botella rota en la cabeza. Notificaron a mi familia y me llevaron al hospital. Los tipos que me hicieron eso no pudieron robarme nada gracias a que aquellos dos policías pasaron por allí en el momento preciso.

 

Nunca había vivido una experiencia como esa y hoy creo que realmente tuve suerte. Han pasado dos años desde que ocurrió aquel hecho, y sólo gracias a un poder superior y al apoyo de mis compañeros en las reuniones diarias he podido estar sobrio todo este tiempo y enfrentar mis problemas y mis preocupaciones.

 

Gracias a mis compañeros, a un poder superior y algo más.

 

A los dos meses de aquel suceso pasé por una galería, y un cuadro de un afamado pintor, cuyo nombre no diré, me atrajo poderosamente. Hasta el momento en que entré en aquel lugar y vi aquella pintura había creído con sinceridad que lo de aquel pintor callejero que me acogió en su hueco había sido un sueño extraño en el hospital. La escena era la de un gigantesco hombre atormentado por pequeñas, pero monstruosas hormigas, en una noche de plenilunio. Compré el cuadro y he buscado al autor verdadero. Incluso, en mi afán por encontrarlo, me atreví a hablar con el supuesto pintor que se sintió insultado ante mi interpelación. Pero todo ha sido en vano.

 

Ahora lo tengo colgado frente de mi escritorio y todos los días lo observo y me río de la cara de borrego de aquel hombre que no quiere enfrentarse a tan pequeñas e insignificantes hormigas.